‘El bosque’. Magistral.

 Las naciones se modernizaban siglos atrás a pasos agigantados. Los hombres y mujeres huían del campo camino a la ciudad, en busca de un porvenir mejor. Llegaron las grandes masificaciones, las grandes urbes. También llegó la degradación, la vida precaria. Los analfabetos campesinos vagabundeaban entre masas de hormigón. Con la modernización vinieron los burgueses y los proleterios, también llegó Marx y el ‘Manifiesto comunista’. La educación avanzó, también otros derechos sociales en previsión de una revolución dañina para el capital. La lucha de clases, se extinguió (quiero decir, se perpetuó). Lo disimularon bien a través de esa cosa llamada «clase media» propiciada por el Estado del Bienestar. Sin embargo, seguía habiendo bolsas de marginalidad que incitaban a la delincuencia, o ritmos endiablados derivados de esa obsesión por el reloj, por la jornada laboral. Las ciudades eran adrenalínicas, peligrosas, violentas. Las aldeas y pequeños pueblos eran silenciosos, miserables y fantasmagóricos.

La aldea, el bosque y la ciudad. En la aldea viven los aldeaños, gente que vive del campo, en consonancia con la naturaleza. Están cargados de bondad, aprensivos ante lo superfluo de nuestra civilización. Son inmunes al materialismo, se refugían en su vida en comunidad, con sus pequeñas normas y valores. Viven en calma, sin saber lo que es un reloj, disfrutando del placer en sí del aire, de la tierra, del agua, de la noche, de la niebla. Con ello, son felices. Además, como el resto de mortales, utilizan el amor como motor de combustión para el día a día, iluminando éste sus rostros con una plácida sonrisa. Sin embargo, los aldeaños tienen un temor, un miedo. Oyen ruidos provenientes del bosque, son truculentos. Temen al color rojo y se refugian en el amarillo. Para protegerse de los malvados horrores del bosque, hicieron un pacto con las bestias de allá. Si aquéllos no entraban en la aldea, ellos no lo harían en el bosque. Por si acaso, establecieron torres de vigía. Las miras de éstas no alcanzaban más allá del bosque, donde los aldeaños suponían a la ciudad. Una ciudad que jamás habían visto, tan sólo era un constructo, una imagen transmitida de boca en boca, de mente en mente. En este mundo y para esta cultura, la ciudad era lo más parecido al infierno.

En fin, que con todo llegó M. Night Shyamalan, un dios en el olimpo del cine que quiso elaborar una historia de esta pequeña pincelada que he dado. Una historia de renegados del sistema, de exiliados, de gente con esperanza de encontrar un sitio mejor. Pusilánimes que huyeron de una civilización que no creyeron suya. Se refugiaron tras los bosques. Vivieron en calma, se enamoraron y tuvieron hijos. Formaron un consejo e impusieron unas reglas. Unas reglas que respetar a lo largo del tiempo. Unas reglas que marcaban su existencia, retratada ésta de una magistral manera por un cineasta que realizaba un ejercicio tan inteligente como esquivo. Disfrazada por el marketing como una película de terror, ‘El bosque’ no encontró a su público, siendo dilapidada por la multitud. La esperanza que buscaban esas pobres almas entre tanta tiniebla no consiguió el reconocimiento justo. A mí me parece una obra maestra, un intelectual ejercicio de jugar con el espectador, de engañarnos como a chiquillos. La banda sonora y la personalidad visual (más caravaggiana que nunca) están a la altura de las circunstancias. Y la historia es narrada de una manera magistral, cátedra. Tanto de tan poco (qué importancia el personaje de Adrien Brody, y el amor). Combinando, cómo no, lo terrenal con lo fantástico, quedando todo ello tan (sobre) natural.

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