‘La virgen de los sicarios’. Devoción, violencia, horror.

«Ver, oír y callar». Dice Fernando Vallejo, durante el transcurso del film, que esto es lo único que hace desde que volvió a Medellín. Miente, por supuesto. Habla mucho, muchísimo. El espectador, en consecuencia, lo agradece. A través de sus palabras, de sus acciones y de sus relaciones con distintos jóvenes como Alexis o Wilmar, uno consigue sumergirse en ese infierno terrenal en el que parecía convertirse la ciudad colombiana durante la década de los noventa.

Eran tiempos amargos. El líder del narcotráfico colombiano, Pablo Escobar, había caído. El Cartel de Medellín andaba desmembrado y los jóvenes sicarios quedaba desorganizados, moviéndose a impulsos y entablando infinitas disputas territoriales. Violencia, sangre y fuego cruzado. Muchos cadáveres, muchas almas penitentes. Un auténtico horror que escandaliza al espectador.

El talentoso guión es la clave de bóveda de esta historia. Por su precisión, por su rigor y por su mirada crítica. El viaje nostálgico, emprendido por un tipo como Fernando Vallejo, hacia su Medellín natal quedaba salpicado por una cruda realidad. Gracias a sus afinados pensamientos y mordaces reflexiones nos queda patente cuál es su punto de vista en torno a temas como la religiosidad, la muchedumbre o la pobreza, y cómo todo ello termina por relacionarse de una u otra manera con el narcotráfico y la violencia inherente al detestable oficio de sicario. Cierto es que el film de Barbet Schroeder se vuelve un tanto redundante respecto al tema del asesinato a sangre fría, pero esto no es más que la hipérbole donde se refugia el mensaje del film.

Película abrasadora. La comparativa entre las penas personales de Vallejo y las penas sociales de Medellín es inevitable. El cineasta noquea nuestra conciencia mientras nos lamentamos de la desgraciada vida que acompaña al protagonista, interpretado fabulosamente por Germán Jaramillo, tan desamparado, tan triste y tan errante.

8.5/10 

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